viernes, 7 de noviembre de 2008

YERMA. FEDERICO GARCÍA LORCA

FEDERICO GARCÍA LORCA

YERMA

POEMA TRAGICO EN TRES ACTOS
Y SEIS CUADROS
(1934)

PERSONAJES:

YERMA HEMBRA
MARÍA CUÑADA 1ª
VIEJA PAGANA CUÑADA 2ª
DOLORES MUJER 1ª
LAVANDERA 1ª MUJER 2ª
LAVANDERA 2ª NIÑO
LAVANDERA 3ª JUAN
LAVANDERA 4ª VÍCTOR
LAVANDERA 5ª MACHO
LAVANDERA 6ª HOMBRE 1º
MUCHACHA 1ª HOMBRE 2°
MUCHACHA 2ª HOMBRE 3°


ACTO PRIMERO

CUADRO PRIMERO

(Al levantarse el telón está YERMA dormida con un tabanque de costura a los pies.
La escena tiene una extraña luz de sueño. Un pastor sale de puntillas mirando
fijamente a YERMA. Lleva de la mano a un niño vestido de blanco.
Suena el reloj. Cuando sale el pastor, la luz se cambia por una
alegre luz de mañana de primavera. YERMA se despierta.)

CANTO
VOZ DENTRO.-
A la nana, nana, nana,
a la nanita le haremos
una chocita en el campo
y en ella nos meteremos.

YERMA.‑Juan, ¿me oyes? Juan.
JUAN.‑Voy.
YERMA.‑Ya es la hora.
JUAN. ¿Pasaron las yuntas?
YERMA.‑Ya pasaron.
JUAN.‑Hasta luego. (Va a salir.)
YERMA.-¿No tomas un vaso de le­che?
JUAN.- ¿Para qué?
YERMA.‑Trabajas mucho y no tie­nes tú cuerpo para resistir los tra­bajos.
JUAN.‑Cuando los hombres se que­dan enjutos se ponen fuertes co­mo el acero.
YERMA.‑Pero tú no. Cuando nos casamos eras otro. Ahora tienes la cara blanca como si no te diera en ella el sol. A mí me gus­taría que fueras al río y nadaras y que te subieras al tejado cuando la lluvia cala nuestra vivienda. Veinticuatro meses llevamos ca­sados, y tú cada vez más triste, más enjuto, como si crecieras al revés.
JUAN.-¿Has acabado?
YERMA.‑(Levantándose.) No lo tomes a mal. Si yo estuviera en­ferma me gustaría que tú me cui­dases. “Mi mujer está enferma. Voy a matar ese cordero para hacerle un buen guiso de carne.” “Mi mujer está enferma. Voy a guardar esta enjundia de gallina para aliviar su pecho, voy a lle­varle esta piel de oveja para guar­dar sus pies de la nieve.”Así soy yo. Por eso te cuido.
JUAN.‑Y yo te lo agradezco.
YERMA.‑Pero no te dejas cuidar.
JUAN.‑Es que no tengo nada. To­das esas cosas son suposiciones tuyas. Trabajo mucho. Cada año seré más viejo.
YERMA.‑Cada año... Tú y yo se­guiremos aquí cada año...
JUAN.‑(Sonriente.) Naturalmente. Y bien sosegados. Las cosas de la labor van bien, no tenemos hi­jos que gasten.
YERMA. ‑ No tenemos hijos... ¡Juan!
JUAN.‑Dime.
YERMA.‑¿Es que yo no te quiero a ti?
JUAN.‑Me quieres.
YERMA. ‑ Yo conozco muchachas que han temblado y que lloraban antes de entrar en la cama con sus maridos. ¿Lloré yo la prime­ra vez que me acosté contigo? ¿No cantaba al levantar los em­bozos de holanda? Y no te dije, ¡cómo huelen a manzanas estas ropas!
JUAN.‑¡Eso dijiste!
YERMA.‑Mi madre lloró porque no sentí separarme de ella. ¡Y era verdad! Nadie se casó con más alegría. Y, sin embargo. . .
JUAN.‑ Calla. Demasiado trabajo tengo yo con oír en todo momen­to...
YERMA.‑No. No me repitas lo que dicen. Yo veo por mis ojos que eso no puede ser... A fuerza de caer la lluvia sobre las piedras éstas se ablandan y hacen crecer jaramagos, que las gentes dicen que no sirven para nada. "Los jaramagos no sirven para nada", pero yo bien los veo mover sus lores amarillas en el aire.
JUAN.‑¡Hay que esperar!
YERMA.‑ Sí; queriendo. (YERMA abraza y besa al marido, tomando ella la iniciativa.) ,
JUAN.‑Si necesitas algo me lo di­ces y lo traeré. Ya sabes que no me gusta que salgas.
YERMA.‑Nunca salgo.
JUAN.‑Estás mejor aquí.
YERMA.‑Sí.
JUAN.‑La calle es para la gente desocupada.
YERMA.‑(Sombría) Claro.

(El marido sale y YERMA se diri­ge a la costura, se pasa la mano por el vientre, alza los brazos en un her­moso bostezo y se sienta a coser.)

¿De dónde vienes, amor, mi niño?
De la cresta del duro frío.
¿Qué necesitas, amor, mi niño?
La tibia tela de tu vestido.

(Enhebra la aguja)

¡Que se agiten las ramas al sol
y salten las fuentes alrededor!

(Como si hablara con un niño.)

En el patio ladra el perro,
en los árboles canta el viento.
Los bueyes mugen al boyero
y la luna me riza los cabellos.
¿Qué pides, niño, desde tan lejos?

(Pausa. )

Los blancos montes que hay en tu pecho.
¡Que se agiten las ramas al sol y salten las fuentes alrededor!

(Cosiendo.)

Te diré, niño mío, que sí,
tronchada y rota soy para ti.
¡Cómo me duele esta cintura
donde tendrás primera cuna!
Cuándo, mi niño, vas a venir.

(Pausa.)

Cuando to carne huela a jazmín.
¡Que se agiten las ramas al sol
y salten las fuentes alrededor!

(YERMA queda cantando. Por la puerta entra MARÍA, que viene con un lío de ropa.)

YERMA.-¿De dónde vienes?
MARÍA.‑De la tienda.
YERMA.-¿De la tienda tan tem­prano?
MARÍA.‑Por mi gusto hubiera es­perado en la puerta a que abrie­ran; y ¿a que no sabes lo que he comprado?
YERMA.‑ Habrás comprado café para el desayuno, azúcar, los pa­nes.
MARÍA.‑No. He comprado enca­jes, tres varas de hilo, cintas y lanas de color para hacer madro­ños. El dinero lo tenía mi mari­do y me lo ha dado él mismo.
YERMA.‑Te vas a hacer una blusa.
MARÍA.‑No, es porque... ¿sabes?
YERMA.‑‑¿Qué?
MARÍA.‑Porque ¡ya ha llegado!

(Queda con la cabeza baja. YER­MA se levanta y queda mirándola con admiración.)

YERMA.‑¡A los cinco meses!
MARÍA.‑Sí.
YERMA.-¿Te has dado cuenta de ello?
MARÍA.‑Naturalmente.
YERMA.‑(Con curiosidad.) ¿Y qué sientes?
MARÍA.‑No sé. Angustia.
YERMA. ‑ Angustia. (Agarrada a ella.) Pero... ¿cuándo llegó?... Dime. Tú estabas descuidada.
MARÍA.‑Sí, descuidada...
YERMA. ‑ Estarías cantando, ¿ver­dad? Yo canto. Tú... dime...
MARÍA.‑No me preguntes. ¿No has tenido nunca un pájaro vivo apre­tado en la mano?
YERMA.‑Sí.
MARÍA.‑Pues, lo mismo..., pero por dentro de la sangre.
YERMA. ‑ ¡Qué hermosura! (La mira extraviada.)
MARÍA. ‑ Estoy aturdida. No sé nada.
YERMA.‑¿De qué?
MARíA.‑De lo que tengo que ha­cer. Le preguntaré a mi madre.
YERMA. ¿Para qué? Ya está vie­ja y habrá olvidado estas cosas. No andes mucho y cuando respi­res respira tan suave como si tu­vieras una rosa entre los dientes.
MARÍA.‑Oye, dicen qur más ade­lante te empuja suavemente con las piernecitas.
YERMA.‑Y entonces es cuando se le quiere más, cuando se dice ya: ¡mi hijo!
MARÍA.‑En medio de todo tengo vergüenza.
YERMA. ¿Qué ha dicho tu marido?
MARÍA.‑Nada.
YERMA. ¿Te quiere mucho?
MARÍA.‑No me lo dice, pero se pone junto a mí y sus ojos tiem­blan como dos hojas verdes.
YERMA. ¿Sabía él que tú...?
MARÍA.‑Sí.
YERMA. ¿Y por qué lo sabía?
MARÍA.‑No sé. Pero la noche que nos casamos me lo decía cons­tantemente con su boca puesta en mi mejilla, tanto que a mí me parece que mi niño es un palo­mo de lumbre que él me desli­zó por la oreja.
YERMA.‑¡Dichosa!
MARÍA.‑Pero tú estás más entera­da de esto que yo.
YERMA. ¿De qué me sirve?
MARÍA.‑¡Es verdad! ¿Por qué se­rá eso? De todas las novias de tu tiempo tú eres la única.. .
YERMA.‑Es así. Claro que todavía es tiempo. Elena tardó tres años y otras antiguas del tiempo de mi madre mucho más, pero dos años y veinte días, como yo, es dema­siada espera. Pienso que no es justo que yo me consuma así. Mu­chas noches salgo descalza al pa­tio para pisar la tierra, no sé por qué. Si sigo así, acabaré volvién­dome mala.
MARÍA.‑Pero ven acá, criatura; ha­blas como si fueras una vieja. ¡Qué digo! Nadie puede quejarse de estas cosas. Una hermana de mi madre lo tuvo a los catorce años, ¡y si vieras qué hermosura de niño!
YERMA.‑(Con ansiedad.) ¿Qué ha­cía?
MARÍA.‑Lloraba como un torito, con la fuerza de mil cigarras can­tando a la vez y nos orinaba y nos tiraba de las trenzas, y cuan­do tuvo cuatro meses nos llena­ba la cara de arañazos.
YERMA.‑(Riendo.) Pero esas co­sas no duelen.
MARÍA.‑Te diré...
YERMA.‑¡Bah! Yo he visto a mi hermana dar de mamar a su ni­ño con el pecho lleno de grietas y le producía un gran dolor, pero era un dolor fresco, bueno, ne­cesario para la salud.
MARÍA.‑Dicen que con los hijos se sufre mucho.
YERMA.‑Mentira. Eso ló dicen las madres débiles, las quejumbrosas. ¿Para qué los tienen? Tener un hijo no es tener un ramo de ro­sas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso. Ca­da mujer tiene sangre para cua­tro o cinco hijos y cuando no los tiene se le vuelve veneno, co­mo me va a pasar a mí.
MARÍA.‑No sé lo que tengo.
YERMA.‑Siempre oí decir que las primerizas tienen susto.
MARÍA. ‑ (Tímida.) Veremos... Como tú coses tan bien. . .
YERMA.‑(Cogiendo el lio.) Trae. Te cortaré dos trajecitos. ¿Y es­to?
MARÍA.‑Son los pañales.
YERMA.‑Bien. (Se sienta.)
MARÍA.‑Entonces... Hasta luego. (Se acerca y YERMA le coge amo­rosamente el vientre con las manos.)
YERMA.‑No corras por las piedras de la calle.
MARÍA.‑Adiós. (La besa y sale.)
YERMA.‑Vuelve pronto. (YERMA queda en la misma actitud que al princípio. Coge las tijeras y empieza a cortar. Sale VÍCTOR,) Adiós, Víctor.
VÍCTOR.‑(Es profundo y lleva fir­me gravedad.) ¿Y Juan?
YERMA.‑En el campo.
VÍCTOR.‑¿Qué coses?
YERMA.‑Corto unos pañales.
VÍCTOR.‑(Sonriente.) ¡Vamos!
YERMA.‑(Ríe.) Los voy a rodear de encajes.
VÍCTOR.‑Si es niña le pondrás tu nombre.
YERMA.‑(Temblando.) ¿Cómo?. . .
VÍCTOR.‑Me alegro por ti.
YERMA.‑ (Casi ahogada.) No. . .,no son para mí. Son para el hijo de María.
VÍCTOR.‑Bueno, pues a ver si con el ejemplo té animas. En esta casa hace falta un niño.
YERMA.‑ (Con angustia.) ¡Hace falta!
VÍCTOR.‑Pues adelante. Dile a tu marido que piense menos en el trabajo. Quiere juntar dinero y lo juntará, pero ¿a quién lo va a dejar cuando se muera? Yo me voy con las ovejas. Dile a Juan que recoja las dos que me com­pró, y en cuanto a lo otro, ¡que ahonde! (Se va sonriente.)
YERMA.‑(Con pasión.)
¡Eso! iQue ahonde!
Te diré, niño mío, que sí,
tronchada y rota soy para ti.
¡Cómo me duele esta cintura,
donde tendrás primera cuna!
¿Cuándo, mi niño, vas a venir?
¡Cuando to carne huela a jazmín!

(YERMA, que en actitud pensativa se levanta y acude al sitio donde ha estado VÍCTOR y respira fuertemen­te, como si aspirara aire de monta­ña, después va al otro lado de la habitación como buscando algo y de allí vuelve a sentarse y coge otra vez la costura. Comienza a coser y que­da con los ojos fijos en un punto.)

TELÓN

CUADRO SEGUNDO

(Campo. Sale YERMA, Trae una cesta. Sale la VIEJA 1ª)
YERMA.‑Buenos días.
VIEJA 1ª‑Buenos los tenga la her­mosa muchacha. ¿Dónde vas?
YERMA.‑Vengo de llevar la comi­da a mi esposo, que trabaja en los olivos.
VIEJA 1ª‑¿Llevas mucho tiempo de casada?
YERMA.‑Tres años.
VIEJA 1ª‑¿Tienes hijos?
YERMA.‑No.
VIEJA 1ª‑¡Bah! ¡Ya tendrás!
YERMA.‑(Con ansias.) ¿Usted to creel
VIEJA 1ª‑‑¿Por qué no? (Se sien­ta.) También yo vengo de traer la comida a mi esposo Es viejo. Todavía trabaja. Tengo nueve hi­jos como nueve soles, pero como ninguno es hembra, aquí me tie­nes a mí de un lado para otro.
YERMA.‑Usted vive al otro lado del río.
VIEJA 1ª‑Sí. En los molinos. ¿De qué familia eres tú?
YERMA.‑Yo soy hija de Enrique el pastor.
VIEJA 1ª‑¡Ah! Enrique el Pastor. Lo conocí. Buena gente. Levan­tarse. Sudar, comer unos panes y morirse. Ni más juego, ni más nada. Las ferias para otros. Cria­turas de silencio. Pude haberme casado con un tío tuyo. Pero ¡ca! Yo he sido una mujer de fal­das en el aire, he ido flechada a la tajada de melón, a la fiesta, a la torta de azúcar. Muchas ve­ces me he asomado de madruga­da a la puerta creyendo oír música de bandurrias que iba, que venía, pero era el aire. (Ríe.) Te vas a reír de mí. He tenido dos maridos, catorce hijos, cinco mu­rieron y, sin embargo, no estoy triste, y quisiera vivir mucho más. Es lªo que digo yo. Las higueras, ¡cuánto duran! Las casas, ¡cuán­to duran!, y sólo nosotras, las endemoniadas mujeres, nos ha­cemos polvo por cualquier cosa.
YERMA.‑Yo quisiera hacerle una pregunta.
VIEJA 1ª‑¿A ver? (La mira.) Ya sé lo que me vas a decir. De estas cosas no se puede decir palabra. (Se levanta.)
YERMA.‑(Deteniéndola.) ¿Por qué no? Me ha dado confianza el oír­la hablar. Hace tiempo estoy deseando tener conversación con mujer vieja. Porque yo quiero en­terarme. Sí. Usted me dirá . . .
V1EJA 1ª‑¿Qué?
YERMA.‑(Bajando la voz.) Lo que usted sabe. ¿Por qué estoy yo se­ca? ¿Me he de quedar en plena vida para cuidar aves o poner cortinitas planchadas en mi ven­tanillo? No. Usted me ha de de­cir lo que tengo que hacer, que yo haré lo que sea, aunque me mande clavarme agujas en el si­tio más débil de mis ojos.
VIEJA 1ª‑¿Yo? Yo no sé nada. Yo me he puesto boca arriba y he comenzado a cantar. Los hi­jos llegan como el agua. ¡Ay! ¿Quién puede decir que este cuer­po que tienes no es hermoso? Pisas, y al fondo de la calle re­lincha el caballo. ¡Ay! Déjame, muchacha, no me hagas hablar. Pienso muchas ideas que no quie­ro decir.
YERMA. ¿Por qué? ¡Con mi ma­rido no hablo de otra cosa!
VIEJA 1ª‑Oye. ¿A ti te gusta tu marido?
YERMA.‑( Cómo?
VIEJA 1ª‑Que si lo quieres. Si de­seas estar con él. . .
YERMA.‑No sé.
VIEJA 1ª‑¿No tiemblas cuando se acerca a ti? ¿No te da así como un sueño cuando acerca sus la­bios? Dime.
YERMA. ‑ No. No lo he sentido nunca.
V1EJA 1ª‑ ¿Nunca? ¿Ni cuando has bailado?
YERMA.‑ (Recordando.) Quizá. . . Una vez . . . Víctor . . .
VIEJA lª‑Sigue.
YERMA.‑Me cogió de la cintura y no pude decirle nada porque no podia hablar. Otra vez el mismo Victor, teniendo yo catorce años (él era un zagalón) , me cogió en sus brazos para saltar una ace­quia y me entró un temblor que me sonaron los dientes. Pero es que yo he sido vergonzosa.
VIEJA 1ª‑Y con tu marido. . .
YERMA.‑Mi marido es otra cosa. Me lo dio mi padre y yo lo acepté. Con alegría. Esta es la pura verdad. Pues el primer día que me puse de novia con él ya pensé. . . en los hijos... Y me miraba en sus ojos. Sí, pero era para ver­me muy chica, muy manejable, como si yo misma fuera hija mía.
VIEJA 1ª‑Todo lo contrario que yo. Quizá por eso no hayas parido a tiempo. Los hombres tienen que gustar, muchacha. Han de deshacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca. Así come el mundo.
YERMA.‑El tuyo, que el mío no. Yo pienso muchas cosas, muchas, y estoy segura que las cosas que pienso las ha de realizar mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me sigo entregando para ver si llega, pero nunca por diver­tirme.
VIEJA 1ª‑¡Y resulta que estás va­cía!
YERMA.‑No, vacía no, porque me estoy llenando de odio. Dime: ¿tengo yo la culpa? ¿Es preciso buscar en el hombre al hombre nada más? Entonces, ¿qué vas a pensar cuando te deja en la cama con los ojos tristes mirando al techo y da media vuelta y se duer­me? ¿He de quedarme pensando en él o en lo que puede salir relumbrando de mi pecho? Yo no sé, ¡pero dímelo tú, por ca­ridad! (Se arrodilla.)
VIEJA 1ª‑¡Ay, qué flor abierta! Qué criatura tan hermosa eres. Déjame. No me hagas hablar más. No quiero hablarte más. Son asuntos de honra y yo no quemo la honra de nadie. Tú sabrás. De todos modos debías ser menos ino­cente.
YERMA. ‑ (Triste.) Las muchachas que se crían en el campo como yo, tienen cerradas todas las puer­tas. Todo se vuelve medias pa­labras, gestos, porque todas es­tas cosas dicen que no se pue­den saber. Y tú también, tú tam­bién lo callas y lo vas con aire de doctora, sabiéndolo todo, pero ne­gándolo a la que se muere de sed.
VIEJA 1ª‑A otra mujer serena yo le hablaría. A ti no. Soy vieja, y sé lo que digo.
YERMA.‑Entonces, que Dios me ampare.
VIEJA 1ª‑Dios, no. A mí no me ha gustado nunca Dios. ¿Cuándo os vais a dar cuenta de que no exis­te? Son los hombres los que te tienen que amparar.
YERMA.‑Pero ¿por qué me dices eso, por qué?
VIEJA 1ª‑(Yéndose.) Aunque de­bía haber Dios, aunque fuera pe­queñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos.
YERMA.‑No sé lo que me quieres decir.
VIEJA 1ª‑Bueno, yo me entiendo. No pases tristeza. Espera en fir­me. Eres muy joven todavía. ¿Qué quieres que hags yo? (Se va. Aparecen dos MUCHACHAS.)
MUCHACHA lª ‑ Por todás partes nos vamos encontrando gente.
YERMA.‑Con las faenas, los hom­bres están en los olivos, hay que traerles de comer. No quedan en las casas más que los ancianos.
MUCHACHA 2ª‑¿Tú regresas al pueblo?
YERMA.‑Hacia allá voy.
MJCHACHA 1ª‑Yo llevo mucha prisa. Me dejé al niño dormido y no hay nadie en casa.
YERMA.‑Pues aligera, mujer. Los niños no se pueden dejar solos. ¿Hay cerdos en tu casa?
MUCHACHA 1ª‑No. Pero tienes ra­zón. Voy de prisa.
YERMA.‑Anda. Así pasan las co­sas. Seguramente lo has dejado encerrado.
MUCHACHA 1ª‑Es natural.
YERMA.‑‑Sí, pero es que no os dais cuenta lo que es un niño peque­ño. La causa que nos parece más inofensiva puede acabar con él. Una agujita, un sorbo de agua.
MUCHACHA 1ª‑Tienes razón. Voy corriendo. Es que no me doy bien cuenta de las cosas.
YERMA: Anda.
MUCHACHA 2ª‑Si tuvieras cuatro o cinco no hablarías así.
YERMA. ¿Por qué? Aunque tuvie­ra cuarenta.
MUCHACHA 2ª‑ De todos modos, tú y yo, con no tenerlos, vivimos más tranquilas.
YERMA.‑Yo, no.
MUCHACHA 2ª‑Yo, sí ¿Qué afán! En cambio, mi madre no hace más que darme yerbajos pare que los tenga, y en octubre iremos al Santo que dicen que los da a la que lo pide con ansia. Mi ma­dre pedirá. Yo, no.
YERMA. ¿Por qué te has casado?
MUCHACHA 2ª‑Porque me han ca­sado. Se casan todas. Si seguimos así no va a haber solteras más que las niñas. Bueno, y ade­más..., una se casa en realidad mucho antes de ir a la iglesia. Pero las viejas se empeñan en todas estas cosas. Yo tengo dieci­nueve años y no me gusta guisar, ni lavar. Bueno, pues todo el día he de ester haciendo lo que no me gusta. ¿Y pare qué? ¿Qué necesidad tiene mi marido de ser
mi marido? Porque lo mismo ha­cíamos de novios que ahora. Ton­terías de los viejos.
YERMA.‑Calla, no digas esas co­sas.
MUCHACHA 2ª‑También tú me di­rás loca, ¡la loca, la local (Ríe.) Yo te puedo decir lo único que he aprendido en la vida: toda la gente está metida dentro de sus casas haciendo lo que no les gus­ta. Cuánto mejor se está en me­dio de la calle. Ya voy al arro­yo, ya subo a tocar las campa­nas, ya me tomo un refresco de anís.
YERMA.‑Eres una niña.
MUCHACHA 2ª‑Claro, pero no es­toy loca. (Ríe.)
YERMA.‑¿Tu madre vive en la par­te más alta del pueblo?
MUCHACHA 2ª‑‑Sí.
YERMA. ¿En la última casa?
MUCHACHA 2ª‑Sí.
YERMA. ¿Cómo se llama?
MUCHACHA 2ª‑Dolores. ¿Por qué preguntas?
YERMA.‑Por nada.
MUCHACHA 2ª‑¿Por algo pregun­tarás?
YERMA.‑No sé. . ., es un decir. . .
MUCHACHA 2ª‑Allá tú. . . Mira, me voy a dar la comida a mi marido. (Ríe.) Es lo que hay que ver. Qué lástima no poder de­cir mi novio, ¿verdad? (Ríe.) ¡Ya se va la loca! (Se va riendo alegremente.) ¡Adiós!
VOZ de VÍCTOR.‑(Cantando.)
¿Por qué duermes solo, pastor?
¿Por qué duermes solo, pastor?
En mi colcha de lana
dormirías mejor.
¿Por qué duermes solo, pastor?
YERMA.‑(Escuchando.)
¿Por qué duermes solo, pastor?
En mi colcha de lana
dormirías mejor.
Tu colcha de oscura piedra,
pastor,
y tu camisa de escarcha,
pastor,
juncos grises del invierno
en la noche de tu cama.
Los robles ponen agujas,
pastor,
debajo de tu almohada pastor,
y si oyes voz de mujer
es la rota voz del agua.
Pastor, pastor.
¿Qué quiere el monte de ti?
pastor.
Monte de hierbas amargas,
¿qué niño te está matando?
¡La espina de la retama!

(Va a salir y se tropieza con VÍCTOR que entra.)

VÍCTOR ‑(Alegre.) ¿Dónde va lo hermoso?
YERMA. ¿Cantabas tú?
VÍCTOR ‑Yo.
YERMA.‑¡Qué bien! Nunca te ha­bía sentido.
VÍCTOR.‑¿No?
YERMA.‑Y qué voz tan pujante. Parece un chorro de agua que te llena toda la boca.
VÍCTOR.‑Soy alegre.
YERMA.‑Es verdad.
VÍCTOR.‑Como tú triste.
YERMA.‑No soy triste, es que ten­go motivos para estarlo.
VÍCTOR.‑Y tu marido más triste que tú.
YERMA.‑El, sí. Tiene un carácter seco.
VÍCTOR.‑Siempre fue igual. (Pau­sa. YERMA está sentada.) ¿Viniste a traer la comida?
YERMA. ‑ Sí. , (Lo mira. Pausa.) ¿Qué tienes aquí? (Señala la ca­ra.)
VÍCTOR. ¿Dónde?
YERMA.‑(Se levanta y se acerca a VÍCTOR.) Aquí..., en la mejilla; como úna quemadura.
VÍCTOR.‑No es nada.
YERMA.‑Me ha parecido. (Pausa.)
VÍCTOR.‑Debe ser el sol. . .
YERMA.‑Quizá. . . (Pausa. El silen­cio se acentúa .y sin el menor gesto comienza una lucha entre los dos personajes.)
YERMA.‑(Temblando.) ¿Oyes?
VÍCTOR. ¿Qué?
YERMA. ¿No sientes llorar?
VÍCTOR.‑(Escuchando.) No.
YERMA. ‑ Me había parecido que lloraba un niño.
VÍCTOR. ¿Sí?
YERMA. Muy cerca. Y lloraba co­mo ahogado.
VÍCTOR.‑Por aquí hay siempre mu­chos niños que vienen a robar fruta.
YERMA.‑No. Es .la voz de un ni­ño pequeño. (Pausa.)
VÍCTOR.‑No oigo nada.
YERMA.‑Serán ilusiones mías. (Lo mira fijamente y VÍCTOR la mira también y desvía la mirada len­tamente como con miedo. Sale JUAN.)
JUAN.‑¡Qué haces todavía aquí!
YERMA.‑Hablaba.
VÍCTOR.‑Salud. (Sale.)
JUAN.‑Debías estar en casa.
YERMA.‑Me entretúve.
JUAN.-No comprendo en qué te has entretenido.
YERMA.‑Oí cantar los pájaros.
JUAN.‑Está bien. Así darás que hablar a las gentes.
YERMA.‑(Fuerte.) Juan, ¿qué pien­sas?
JUAN.‑No lo digo por ti, lo digo por las gentes.
YERMA.-¡Puñalada que le den a las gentes!
JUAN.-No maldigas. Está feo en una mujer.
YERMA.‑Ojalá fuera yo una mujer,
JUAN.‑Vamos a dejarnos de con­versación. Vete a la casa. (Pausa.)
YERMA.‑Está bien. ¿Te espero?
JUAN.‑No. Estaré toda la noche regando. Viene poca agua, es mía hasta la salida del sol y tengo que defenderla de los ladrones. Te acuestas y te duermes.
YERMA.‑(Dramática.) ¡Me dormi­ré! (Sale.)

TELÓN



ACTO SEGUNDO

CUADRO PRIMERO


(Canto a telón corrido. Torrente donde lavan las mujeres del pueblo
Las lavanderas están situadas en varios pianos.)

CANTAN:
En el arroyo frío
lavo tu cinta,
como un jazmín caliente
tienes la risa.

LAVANDERA 1ª‑A mí no me gusta hablar.
LAVANDERA 3ª‑‑Pero aquí se habla.
LAVANDERA 4ª‑Y no hay mal en ello.
LAVANDERA 5ª‑La que quiera hon­ra que la gane.
LAVANDERA 4ª-
­Yo planté un tomillo,
yo to vi crecer.
El que quiera honra
qúe se porte bien (Ríen.)
LAVANDERA 5ª‑Así se habla.
LAVANDERA 1ª‑Pero es que nunca se sabe nada.
LAVANDERA 4ª‑Lo cierto es que el marido se ha llevado a vivir con ellos a sus dos hermanas.
LAVANDERA 5ª‑¿Las solteras?
LAVANDERA 4ª‑Sí. Estaban encar­gadas de cuidar la iglesia y aho­ra cuidan de su cuñada. Yo no podría vivir con ellas.
LAVANDERA 1ª‑¿Por qué?
LAVANDERA 4ª‑Porque dan miedo. Son como esas hojas grandes que nacen de pronto sobre los sepulcros. Están untadas con cera. Son metidas hacia dentro. Se me fi­gura que guisan su comida con el aceite de las lámparas.
LAVANDERA 3ª‑¿Y están ya en la casa?
LAVANDERA 4ª‑Desde ayer. El ma­rido sale otra vez a sus tierras.
LAVANDERA 1ª‑Pero ¿se puede sa­ber lo que ha ocurrido?
LAVANDERA 5ª‑Anteanoche, ella la pasó sentada en el tranco, a pesar del frío.
LAVANDERA 1ª‑Pero ¿por qué?
LAVANDERA 4ª‑Le cuesta trabajo estar en su casa.
LAVANDERA 5ª‑ Estas machorras son así: cuando podían estar ha­ciendo encajes o confituras de manzanas, les gusta subirse al tejado y andar descalzas por esos ríos.
LAVANDERA 1ª‑¿Quién eres tú pa­re decir estas cosas? Ella no tie­ne hijos, pero no es por culpa suya.
LAVANDERA 4ª‑Tiene hijos la que quiere tenerlos. Es que las re­galonas, las flojas, las endulza­das no son a propósito pare lle­var el vientre arrugado. (Ríen.)
LAVANDERA 3ª-Y se echan polvos de blancura y colorete y se pren­den ramos de adelfa en busca de otro que no es su marido.
LAVANDERA 5ª‑¡No hay otra ver­dad!
LAVANDERA 1ª‑Pero ¿vosotras la habéis visto con otro?
LAYANDERA 4ª‑Nosotras no, pero las gentes sí.
LAVANDERA 1ª‑¡Siempre las gen­tes!
LAVANDERA 5ª‑Dicen que en dos ocasiones.
LAVANDERA 2ª‑¿Y qué hacían?
LAVANDERA 4ª‑Hablaban.
LAVANDERA 1ª‑Hablar no es pe­cado.
LAVANDERA 4ª‑Hay una cosa en el mundo que es la mirada. Mi madre lo decía. No es lo mismo una mujer mirando unas rosas que una mujer mirando los mus­los de un hombre. Ella lo mira.
LAVANDERA 1ª‑Pero ¿a quién?
LAVANDERA 4ª‑A uno, ¿lo oyes? Entérate tú, ¿quieres que lo diga más alto? (Risas.) Y cuando no lo mira, porque está sola, porque no lo tiene delante, lo lleva re­tratado en los ojos.
LAVANDERA 1ª‑ ¡Eso es mentira! (Algazara.)
LAVANDERA 5ª‑¿Y el marido?
LAVANDERA 3ª‑El marido está co­mo sordo. Parado, como un lagar­to puesto al sol. (Ríen.)
LAVANDERA lª‑Todo se arreglaría si tuvieran criaturas.
LAVANDERA 2ª‑Todo esto son cues­tiones de gente que no tiene con­formidad con su sino.
LAVANDERA 4ª ‑ Cada hora que transcurre aumenta el infierno en aquella casa. Ella y las cuñadas, sin despegar los labios, blan­quean todo el día las paredes, friegan los cobres, limpian con vaho los cristales, dan aceite a la solería, pues cuanto más relum­bra la vivienda más arde por den­tro.
LAVANDERA 1ª‑É1 tiene la culpa; él: cuando un padre no da hijos debe cuidar de su mujer.
LAVANDERA 4ª‑La culpa es de ella que tiene por lengua un peder­nal.
LAVANDERA 1ª‑¿Qué demonio se te ha metido entre los cabellos para que hables así?
LAVANDERA 4ª‑¿Y quién ha dado licencia a tu boca para que me des consejos?
LAVANDERA 2ª‑¡Callar!
LAVANDERA lª‑Con una aguja de hacer calceta, ensartaría yo las lenguas murmuradoras.
LAVANDERA 2ª‑¡Calla!
LAVANDERA 4ª‑Y yo la tapa del pe­cho de las fingidas.
LAVANDERA 2ª‑Silencio. ¿No ves que por ahí vienen las cuñadas?

(Murmullos. Entran las dos cuñiadas de YERMA. Van vestidas de luto. Se ponen a levar en medio de un silencio. Se oyen esquilas.)

LAVANDERA 1ª‑¿Se van ya los za­gales?
LAVANDERA 3ª-Sí, ahora salen to­dos los rebaños.
LAVANDERA 4ª‑Me gusta el olor de las ovejas.
LAVANDERA 3ª‑¿Sí?
LAVANDERA 4ª‑ ¿Y por qué no? Olor de lo que una tiene. Como me gusta el olor del fango rojo que tree el río por el invierno.
LAVANDERA 3ª‑Caprichos.
LAVANDERA 5ª‑ (Mirando.) Van juntos todos los rebaños.
LAVANDERA 4ª‑Es una inundación de lana. Arramblan con todo. Si los trigos verdes tuvieran cabeza, temblarían de verlos venir.
LAVANDERA 3ª‑¡Mire cómo corren! iQué manada de enemigos!
LAVANDERA 1ª‑Ya salieron todos, no falta uno.
LAVANDERA 4ª ‑ A Ver. . ., no... Sí, sí, falta uno.
LAVANDERA 5ª‑¿Cuál . . . ?
LAVANDERA 4ª‑El de Víctor. (Las dos cuñadas se yerguen y miran.)
En el arroyo frío
lavo tu cinta.
Como un jazmín caliente
tienes la risa.
Quiero vivir
en la nevada chica
de ese jazmín.

LAVANDERA 1ª‑
¡Ay de la casada seta!
¡Ay de la que time los pechos de arena!

LAVANDERA 5ª-
­Dime si tu marido
guarda semilla
para que el agua cante
por tu camisa.

LAVANDERA 4ª-
­Es to camisa
nave de plata y viento
por las orillas.

LAVANDERA 1ª-
­Las ropas de mi niño
vengo a lavar
para que tome el agua
lecciones de cristal.

LAVANDERA 2ª-
Por el monte ya llega
mi marido a comer.
Él me trae una rosa
y yo le doy tres.

LAVANDERA 5ª-
­Por el llano ya vino
mi marido a cenar.
Las brisas que me entrega
cubro con arrayán.

LAVANDERA 4ª-­
Por el aire ya viene
mi marido a dormir.
Yo, alhelíes rojos
y él, rojo alhelí.

LAVANDERA 1ª-
Hay que juntar flor con flor
cuando el verano seca la sangre al segador.

LAVANDERA 4ª-­
Y abrir el vientre a pájaros sin sueño
cuando a la puerta llama temblando el invierno.

LAVANDERA 1ª-
­Hay que gemir en la sábana.

LAVANDERA 4ª-
­¡Y hay que cantar!

LAVANDERA 5ª-
­Cuando el hombre nos trae
la corona y el pan.

LAVANDERA 4ª-
­Porque los brazos se enlazan.

LAVANDERA 2ª-
Porque la luz se nos quiebra en la garganta.

LAVANDERA 4ª‑
Porque se endulza el tallo de las ramas.

LAVANDERA 1ª-
Y las tiendas del viento cubren a las montañas.

LAVANDERA 6ª‑(Apareciendo en lo alto del torrente.)
Para que un niño funda
yertos vidrios del alba.

LAVANDERA 1ª-
Y nuestro cuerpo tiene
ramas furiosas de coral.

LAVANDERA 6ª-
­Para que haya remeros
en las aguas del mar.

LAVANDERA 1ª
­Un niño pequeño, un niño.

LAVANDERA 2ª‑
Y las palomas abren las alas y el pico.

LAVANDERA 3ª‑
Un niño que gime, un hijo.

LAVANDERA 4ª‑
Y los hombres avanzan
como çiervos heridos.

LAVANDERA 5ª‑
¡Alegría, alegría, alegría,
del vientre redondo, bajo la camisa!

LAVANDERA 2ª‑
¡Alegría, alegría, alegría,
ombligo, cáliz tierno de maravilla!

LAVANDERA 1ª‑
¡Pero, ay de la casada seca!
¡Ay de la que tiene los pechos de arena!

LAVANDERA 3ª‑
¡Que relumbre!

LAVANDERA 2ª‑
¡Que coma!

LAVANDERA 5ª‑
¡Que vuelva a relumbrar!

LAVANDERA 1ª‑
¡Que cante!

LAVANDERA 2ª‑
¡Que se esconda!

LAVANDERA 1ª‑
Y que vuelva a cantar.

LAVANDERA 6ª-
­La aurora que mi niño
lleva en el delantal.

LAVANDERA 2ª‑ (Cantan todas a coro.)
En el arroyo frío
lavo tu cinta.
Como un jazmín caliente
tienes la risa.
¡Ja, ja, ja!

(Mueven los paños con ritmo y los golpean.)

TELÓN


CUADRO SEGUNDO

(Casa de YERMA. Atardece. JUAN está sentado. Las dos CUÑADAS de pie.)

JUAN.‑¿Dices que salió hace poco? (La hermana mayor contesta con la cabeza.) Debe de estar en la fuente. Pero ya sabéis que no me gusta que salga sola. (Pause.) Puedes poner la mesa. (Sale la hermana menor.) Bien ganado tengo el pan que como. (A su hermana.) Ayer pasé un día duro. Estuve podando los manzanos y a la caída de la tarde me puse a pensar pare qué pondría yo tanta ilusión en la faena si no puedo llevarme una manzana a la boca. Estoy harto. (Se pass la mano por la cara. Pausa.) Esa no viene... Una de vosotras de­bía salir con ella, porque para eso estáis aquí comiendo en mi mantel y bebiendo mi vino. Mi vida está en el campo, pero mi honra está aquí. Y mi honra es también la vuestra. (La herma­na incline la cabeza.) No lo to­mes a mal.

(Entra YERMA con dos cántaros. Queda parada en la puerta.)
¿Vienes de la fuente?
YERMA.‑Para tener agua fresca en la comida. (Sale la otra herma­na.) ¿Cómo están las tierras?
JUAN.‑Ayer estuve podando los ár­boles. (YERMA deja los cántaros. Pausa.)
YERMA.‑¿Te quedarás?
JUAN.-He de cuidar el ganado. Tú aabes que esto es cosa del dueño.
YERMA.‑Lo sé muy bien. No lo re­pitas.
JUAN.‑Cada hombre tiene su vida.
YERMA.‑Y cada mujer la suya. No te pido yo que te quedes. Aquí tengo todo lo que necesito. Tus hermanas me guardan bien. Pan tierno y requesón y cordero asa­do como yo aquí, y pasto lleno de rocío tus ganados en el mon­te. Creo que puedes vivir en paz.
JUAN.‑Para vivir en paz se nece­sita estar tranquilo.
YERMA. ¿Y tú no estás?
JUAN.‑No lo estoy.
YERMA.‑Desvía la intención.
JUAN.- ¿Es que no conoces mi mo­do de ser? Las ovejas en el re­dil y las mujeres en su casa. Tú sales demasiado. ¿No me has oí­do decir esto siempre?
YERMA.‑Justo. Las mujeres dentro de sus casas. Cuando las casas no son tumbas. Cuando las sillas se rompen y las sábanas de hilo se gastan con el uso. Pero aquí no. Cada noche, cuando me acues­to, encuentro mi cama más nue­va, más reluciente, como si estu­viera recién traída de la ciudad.
JUAN.‑Tú misma reconoces que lle­vo razón al quejarme. ¡Que ten­go motivos para estar alerta!
YERMA.‑Alerta ¿de qué? En nada te ofendo. Vivo sumisa a ti, y lo que sufro lo guardo pegado a mis carnes. Y cada día que pase será peor. Vamos a callarnos. Yo sa­bré llevar mi cruz como mejor pueda, pero no me preguntes na­da. Si pudiera de pronto volver­me vieja y tuviera la boca como una flor machacada, te podría son­reír y conllevar la vida contigo. Ahora, ahora déjame con mis clavos.
JUAN.‑Hablas de una manera que yo no to entiendo. No te privo de nada. Mando a los pueblos veci­nos por las cosas que te gustan. Yo tengo mis defectos, pero quie­ro tener paz y sosiego contigo. Quiero dormir fuera y pensar que tú duermes también.
YERMA.‑Pero yo no duermo, yo no puedo dormir.
JUAN.‑¿Es que te falta algo? Di­me. ¡Contesta!
YERMA.- (Con intención y mirando fijamente al marido.) Sí, me falta. (Pausa.)
JUAN.‑Siempre lo mismo. Hace ya más de cinco años. Yo casi lo estoy olvidando.
YERMA.‑Pero yo no soy tú. Los hombres tienen otra vida, los ga­nados, los árboles, las conversa­ciones; las mujeres no tenemos más que ésta de la cría y el cui­dado de la cría.
JUAN.‑Todo el mundo no es igual. ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no me opon­go.
YERMA.‑No quiero cuidar hijos de otros. Me figuro que se me van a helar los brazos de tenerlos.
JUAN.‑Con ese achaque vives alo­cada, sin pensar en lo que debías, y te empeñas en meter la cabeza por una roca.
YERMA.‑Roca que es una infamia que sea roca, porque debía ser un canasto de flores y agua dulce.
JUAN.‑Estando a tu lado no se siente más que inquietud, desaso­siego. En úitimo caso, debes re­signarte.
YERMA.‑Yo he venido a estas cua­tro paredes para no resignarme. Cuando tenga la cabeza atada con un pañuelo para que no se me abra la boca, y las manos bien amarradas dentro del ataúd, en esa hora me habré resignado.
JUAN.‑Entonces, ¿qué quieres ha­cer?
YERMA.‑Quiero beber agua y no hay vaso ni agua, quiero subir al monte y no tengo pies, quiero bordar mis enaguas y no encuen­tro los hilos.
JUAN.‑Lo que pasa es que no eres una mujer verdadera y buscas la ruina de un hombre sin voluntad.
YERMA.‑Yo no sé quién soy. Dé­jame andar y desahogarme. En nada te he faltado.
JUAN.‑No me gusta que la gente me señale. Por eso quiero ver cerrada esa puerta y cada persona en su casa.

(Sale la HERMANA PRIMERA lentamente y se acerca a una alacena.)

YERMA.‑Hablar con la gente no es pecado.
JUAN.‑Pero puede parecerlo.

(Sale la otra hermana y se dirige a los cántaros en los cuales llena una jarra.)

JUAN.‑(Bajando la voz.) Yo no tengo fuerzas para estas cosas. Cuando te den conversación cie­rra la boca y piensa que eres una mujer casada.
YERMA.‑(Con asombro.) ¡Casada!
JUAN.‑Y que las familias tienen honra y la honra es una carga que se lleva entre dos. (Sale la hermana con la jarra, lentamen­te.) Pero que está oscura y débil en los mismos caños de la san­gre. (Sale la otra hermana con una fuente de modo casi proce­sional. Pausa.) Perdóname. (YER­MA mira a su marido, éste levanta la cabeza y se tropieza con la mi­rada.) Aunque me miras de un modo que no debía decirte: per­dóname, sino obligarte, encerrar­te, porque para eso soy el marido.

(Aparecen las dos hermanas en la puerta.)

YERMA.‑Te ruego que no hables. Deja quieta la cuestión. (Pausa.)
JUAN.‑Vamos a comer. (Entran las hermanas.) ¿Me has oído?
YERMA.‑(Dulce.) Come tú con tus hermanas. Yo no tengo hambre todavía.
JUAN.‑Lo que quieras. (Entra.)
YERMA.‑(Como soñando.)
¡Ay, qué prado de pena!
¡Ay, qué puerta cerrada a la hermo­sura!,
que pido un hijo que sufrir, y el aire
me ofrece dalias de dormida luna.
Estos dos manantiales que yo tengo
de leche tibia, son en la espesura
de mi carne dos pulsos de caballo
que hacen latir la rama de mi an­gustia.
¡Ay, pechos ciegos bajo mi vestido!
¡Ay, palomas sin ojos ni blancura!
¡Ay, qué dolor de sangre prisionera
me está clavando avispas en la nuca!
Pero tú has de venir, amor, mi niño,
porque el agua da sal, la tierra fruta,
y nuestro vientre guards tiernos hi­jos
como la nube lleva dulce lluvia.
(Mira hacia la puerta.) ¡Maria!
¿Por qué pasas tan de prisa por mi puerta?
MARÍA.‑(Entra con un niño en bra­zos.) Cuando voy con el niño lo hago..., ¡como siempre lloras!
YERMA.‑Tienes razón. (Coge al niño y se sienta.)
MARÍA.‑Me da tristeza que tengas envidia.
YERMA.‑No es envidia lo que ten­go; es pobreza.
MARÍA.‑No to quejes.
YERMA.‑¡Cómo no me voy a que­jar cuando te veo a ti y a otras mujeres llenas por dentro de flo­res, y viéndome yo inútil en me­dio de tanta hermosura!
MARÍA.‑Pero tienes otras cosas. Si me oyeras podrías ser feliz.
YERMA.‑La mujer de campo que no da hijos es inútil como un ma­nojo de espinos, y hasta mala, a pesar de que yo sea de este des­echo dejado de la mano de Dios. ( MARÍA hace un gesto para tomar al niño.)
YERMA.‑Tómalo, contigo está más a gusto. Yo no debo tener manos de madre.
MARÍA. ¿Por qué me dices eso?
YERMA.‑(Se levanta.) Porque estoy harta. Porque estoy harta de tenerlas y no poderlas usar en cosa propia. Que estoy ofendida, ofendida y rebajada hasta lo úl­timo, viendo que los trigos apun­tan, que las fuentes no cesan de dar agua y que paren las ovejas cientos de corderos, y las perras, y que parece que todo el campo puesto de pie me enseña sus crías tiernas, adormiladas, mientras yo siento dos golpes de martillo aquí, en lugar de la boca de mi niño
MARÍA.‑No me gusta to que dices
YERMA.‑Las mujeres cuando te­néis hijos no podéis pensar en las que no los tenemos. Os quedáis frescas, ignorantes, como el que nada en agua dulce y no tiene idea de la sed.
MARÍA.-No te quiero decir lo que te digo siempre.
YERMA.‑Cada vez tengo más de­seos y menos esperanzas.
MARÍA.‑Mala cosa.
YERMA.‑Acabaré creyendo que yo misma soy mi hijo. Muchas veces bajo yo a echar la comida a los bueyes, que antes no lo hacía, porque ninguna mujer lo hace, y cuando paso por lo oscuro del cobertizo mis pasos me suenan a pasos de hombre.
MARÍA.‑Cada criatura tiene su ra­zón.
YERMA.‑A pesar de todo sigue queriéndome. ¡Ya ves cómo vivo!
MARIA. ¿Y tus cuñadas?
YERMA.‑Muerta me vea y sin mor­taja, si alguna vez les dirijo la conversación.
MARÍA.‑¿Y tu marido?
YERMA.‑Son tres contra mí.
MARÍA. ¿Qué piensan?
YERMA. ‑ Figuraciones. De gente que no tiene la conciencia tran­quila. Creen que me puede gustar otro hombre y no saben que aun­que me gustara, lo primero de mi casta es la honradez. Son piedras delante de mí. Pero ellos no sa­ben que yo, si quiero, puedo ser agua de arroyo que las lleve.

(Una hermana entra y sale Ile­vando un pan.)

MARÍA. ‑ De todas maneras, creo que tu marido te sigue queriendo.
YERMA.‑Mi marido me da pan y casa.
MARÍA.‑¡Qué trabajos estás pasan­do, qué trabajos! Pero acuérda­te de las llagas de Nuestro Se­ñor.
(Están en la puerta.)
YERMA.‑(Mirando al niño.) Ya ha despertado.
MARÍA.‑Dentro de poco empeza­rá a cantar..
YERMA.‑Los mismos ojos que tú, ¿lo sabías? ¿Los has visto? (Llo­rando.) ¡Tiene los mismos ojos
que tienes tú! ( YERMA empuja suavemente a MARÍA y ésta sale silenciosa. YER­MA se dirige a la puerta por don­de entró su marido.)
MUCHACHA 2ª‑Chiss.
YERMA.‑(Volviéndose.) ¿Qué?
MUCHACHA 2ª‑Esperé a que salie­ra. Mi madre te está aguardando.
YERMA. ¿Está sola?
MUCHACHA 2ª‑Con dos vecinas.
YERMA.‑Dile que espere un poco.
MUCHACHA 2ª‑¿Pero vas a ir? ¿No te da miedo?
YERMA.‑Voy a ir.
MUCHACHA 2ª‑¡Allá tú!
YERMA.‑¡Que me esperen aunque sea tarde! (Entra VÍCTOR.)
VÍCTOR. ¿Está Juan?
YERMA.‑Sí.
MUCHACHA 2ª‑ (Cómplice.) En­tonces, luego, yo traeré la blusa,
YERMA.‑Cuando quieras. (Sale la MUCHACHA.) Siéntate.
VÍCTOR.‑Estoy bien así.
YERMA.‑(Llamando.) ¡Juan!
VÍCTOR.‑Vengo a despedirme. (Se estremece ligeramente, pero vuel­ve a su serenidad.)
YERMA.‑¿Te vas con tus herma­nos?
VICTOR.‑Así lo quiere mi padre.
YERMA.‑Ya debe estar viejo.
VÍCTOR.‑Sí. Muy viejo. (Pausa.)
YERMA.‑Haces bien de cambiar de campos.
VÍCTOR. ‑ Todos los campos son iguales.
YERMA.‑No. Yo me iría muy lejos.
VÍCTOR.‑Es todo lo mismo. Las mismas ovejas tienen la misma lana.
YERMA.‑Para los hombres, sí; pe­ro las mujeres somos otra cosa. Nunca oí decir a un hombre comiendo: qué buenas son estas manzanas. Vais a lo vuestro sin reparar en las delicadezas. De mí sé decir que he aborrecido el agua de estos pozos.
VÍCTOR.‑Puede ser. (La escena está en una suave penumbra.)
YERMA.‑VÍCTOR.
VÍCTOR.‑Dime.
YERMA. ¿Por qué te vas? Aquí las gentes lo quieren.
VÍCTOR.‑Yo me porté bien. (Pau­sa.)
YERMA.‑Te portaste bien. Siendo zagalón me llevaste una vez en brazos, ¿no recuerdas? Nunca se sabe lo que va a pasar.
VÍCTOR.‑Todo cambia.
YERMA. ‑ Algunas cosas no cam­bian. Hay cosas encerradas de­trás de los muros que no pueden cambiar porque nadie las oye.
VÍCTOR.‑Así es. (Aparece la HER­MANA SEGUNDA y se dirige lenta­mente hacia la puerta, donde queda fija, iluminada por la última luz de la tarde.)
YERMA.‑Pero que si salieran de pronto y gritaran, llenarían el mundo.
VÍTOR.‑No se adelantaría nada. La acequia por su sitio, el reba­ño en el redil, la luna en el cie­lo y el hombre con su arado.
YERMA. ‑ ¡Qué pena más grande no poder sentir las enseñanzas de los viejos! ¡Se oye el sonido largo y melancólico de las cara­colas de los pastores.)
VÍCTOR.‑Los rebaños.
JUAN.‑(Sale.) ¿Vas ya de camino?
VÍCTOR. Y quiero pasar el puerto antes del amanecer.
JUAN. ¿Llevas alguna queja de mí?
VÍCTOR.‑No. Fuiste buen pagador.
JUAN.‑(A YERMA.) Le compré los rebaños.
YERMA.‑¿Sí?
VÍCTOR.‑(A YERMA.) Tuyos son.
YERMA.‑No lo sabía.
JUAN.‑(Safisfecho.) Así es.
VÍCTOR.‑Tu marido ha de ver su hacienda colmada.
YERMA.‑El fruto viene a las ma­nos del trabajador que lo bus­ca. (La hermana que está en la puerta entra dentro.)
JUAN.‑Ya no tenemos sitio don­de meter tantas ovejas.
YERMA.– (Sombría.) La tierra es grande. (Pausa.)
JUAN.‑Iremos juntos hasta el arro­yo.
VíCTOR.‑Deseo la mayor felicidad para esta casa. (Le da la mono a YERMA.)
YERMA. ‑ ¡Dios lo oiga! ¡Salud!

(VÍCTOR le da salida y, a un mo­vimiento imperceptible de YERMA, se vuelve.)

VICTOR. ¿Decías algo?
YERMA.‑(Dramática.) Salud, dije.
VÍCTOR. ‑ Gracias. (Salen. YERMA queda angustiada mirándose la mano que ha dado a VÍCTOR. YER­MA se dirige rápidamente hacia la izquierda y toma un mantón.)
MUCHACHA 2ª‑Vamos. (En silen­cio, tapándole la cabeza.)
YERMA. ‑ Vamos. (Salen sigilosa­mente.)

(La escena está casi a oscuras. Sa­le la HERMANA PRIMERA con un velón que no debe dar al teatro luz ninguna sino la natural que lleva. Se dirige al fin de la escena, buscan­do a YERMA. Suenan las caracolas de los rebaños.)

CUÑADA lª‑(En voz baja.) ¡Yer­ma!

(Sale la HERMANA SEGUNDA. Se miran las dos y se dirigen hacia la puerta.)

CUÑADA 2ª‑(Más alto.) ¡Yerma!

CUÑADA 1ª‑ (Dirigiéndose a la puer­ta y con una imperiosa voz.) ¡Yerma!

(Se oyen las caracolas y los cuer­nos de los pastores. La escena está oscurísima.)

TELÓN


ACTO TERCERO

CUADRO PRIMERO

(Casa de la DOLORES la conjuradora. Está amaneciendo. Entra YERMA
Con DOLORES y dos VIEJAS.)

DOLORES.‑Has estado valiente.
VIEJA 1ª‑No hay en el mundo fuerza como la del deseo.
VIEJA 2ª‑Pero el cementerio esta­ba demasiado oscuro.
DOLORES.‑Muchas veces yo he he­cho estas oraciones en el cemen­terio con mujeres que ansiaban críos y todas han pasado miedo. Todas menos tú.
YERMA.‑Yo he venido por el re­sultado. Creo que no eres mujer engañadora.
DOLORES.‑No soy. Que mi lengua se llene de hormigas, como está la boca de los muertos, si alguna vez he mentido. La última vez hice la oración con una mujer mendicante que estaba seca más tiempo que tú, y se le endulzó el vientre de manera tan hermosa que tuvo dos criaturas ahí abajo en el río, porque no le daba tiem­po de llegar a las casas, y ella misma las trajo en un pañal para que yo las arreglase.
YERMA. ¿Y pudo venir andando desde el río?
DOLORES.‑Vino. Con los zapatos y las enaguas empapados de san­gre... pero con la cara relu­ciente.
YERMA. ¿Y no le pasó nada?
DOLORES. ‑ ¿Qué le iba a pasar? Dios es Dios.
YERMA.‑ Naturalmente. Dios es Dios. No le podia pasar nada. Sino agarrar las criaturas y lavar­las con agua viva. Los animales los lamen, ¿verdad? A mí no me da asco de mi hijo. Yo tengo la idea de que las recién paridas es­tán como iluminadas por dentro y los niños se duermen horas y ho­ras sobre ellas, oyendo ese arro­yo de leche tibia que les va lle­nando los pechos pare que ellos mamen, para que ellos jueguen hasta que no quieran más, hasta que retiren la cabeza: "otro poquito más, niño..." y se les lle­ne la cara y el pecho de gotas blancas.
DOLORES.‑Ahora tendrás un hijo. Te lo puedo asegurar.
YERMA.‑Lo tendré porque lo ten­go que tener. O no entiendo el mundo. A veces, cuando ya es­toy segura de que jamás, ja­más . . . , me sube como una olea­da de fuego por los pies y se me quedan vacías todas las cosas, y los hombres que andan por la calle y los toros y las piedras me parecen como cosas de algodón. Y me pregunto: ¿para qué esta­rán ahí puestos?
VIEJA lª‑Está bien que una casa­da quiera hijos, pero si no los tine, ¿por qué esa ansia de ellos? Lo importante de este mun­do es dejarse llevar por los años. No te critico. Ya has visto cómo he ayudado a los rezos. Pero, ¿qué vega esperas dar a tu hijo ni qué felicidad, ni qué silla de plata?
YERMA.‑Yo no pienso en el mañana, pienso en el hoy. Tú estás vieja y lo ves ya todo como un li­bro leído. Yo pienso que tengo sed y no tengo libertad. Yo quie­ro tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien y no te espantes de lo que digo: aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a lle­var de los cabellos por las ca­lles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón.
VIEJA 1ª‑Eres demasiado joven pa­ra oír conseio. Pero mientras es­peras la gracia de Dios debes ampararte en el amor de tu marido.
YERMA.‑¡Ay! Has puesto el dedo en la llaga más honda que tienen mis carnes.
DOLORES.‑Tu marido es bueno.
YERMA. ‑ (Se levanta.) ¡Es bueno! ¡Es bueno! ¿Y qué? Ojalá fuera malo. Pero no. El va con sus ove­jas por sus caminos y cuenta el dinero por las noches. Cuando me cubre cumple con su deber, pero yo le noto la cintura fría como si tuviera el cuerpo muerto y yo, que siempre he tenido asco de las mujeres calientes, quisiera ser en aquel instante como una mon­taña de fuego.
DOLORES.‑iYerma!
YERMA.‑No soy una casada in­decente; pero yo sé que los hijos nacen del hombre y de la mujer. ¡Ay, si los pudiera tener yo sola!
DOLORES. ‑ Piensa que tu marido también sufre.
YERMA.‑No sufre. Lo que pasa es que él no ansía hijos.
VIEJA 1ª‑¡No digas eso!
YERMA.‑Se lo conozco en la mira­da, y como no los ansía no me los da. No lo quiero, no lo quiero y, sin embargo, es mi única sal­vación. Por honra y por casta. Mi única salvación.
VIEJA 1ª‑ (Con miedo.) Pronto empezará a amanecer. Debes ir a tu casa.
DOLORES.‑Antes de nada saldrán los rebaños y no conviene que te vean sola.
YERMA.‑Necesitaba este desahogo. ¿Cuántas veces repito las oracio­nes?
DOLORES.‑La oración del laurel dos veces, y al mediodía la oración de Santa Ana. Cuando te sien­tas encinta me trees la fanega de trigo que me has prometido.
VIEJA 1ª‑Por encima de los mon­tes ya empieza a clarear. Vete.
DOLORES.‑Como en seguida empe­zarán a abrir los portones, te vas dando un rodeo porla acequia.
YERMA.‑(Con desaliento.) ¡No sé por qué he venido!
DOLORES. ¿Te arrepientes?
YERMA.‑ ¡No!
DOLORES. ‑ (Turbada.) Si tienes miedo te acompañaré hasta la es­quina.
VIEJA 1ª‑ (Con inquietud.) Van a ser las claras del día cuando lle­gues a tu puerta. (Se oyen voces.)
DOLORES.‑¡Calla! (Escuchan.)
VIEJA lª‑No es nadie. Anda con Dios. ( YERMA se dirige a la puer­ta y en este momento llaman a ella. Las tres mujeres quedan pa­rades.)
DOLORES.‑¿Quién es?
VOZ.‑Soy yo.
YERMA. ‑ Abre. (DOLORES duda.) ¿Abres o no?

(Se oyen murmullos. Aparece JUAN con las dos CUÑADAS. )

CUÑADA 2ª‑Aquí está.
YERMA.‑Aquí estoy.
JUAN. ¿Qué haces en este sitio? Si pudiera dar voces levantaría a todo el pueblo para que viera dónde iba la honra de mi casa; pero he de ahogarlo todo y ca­llarme porque eres mi mujer.
YERMA.‑Si pudiera dar voces tam­bién las daría yo pare que se le­vantaran haste los muertos y vie­ran esta limpieza que me cubre.
JUAN. ‑ ¡No, eso no! Todo lo aguanto menos eso. Me engañas, me envuelves y como soy un hom­bre que trabaja la tierra no ten­go ideas para tus astucias.
DOLORES.‑¡Juan!
JUAN.‑¡Vosotras, ni palabra!
DOLORES.‑(Fuerte.) Tu mujer no ha hecho nada malo.
JUAN.‑Lo está haciendo desde el mismo día de la boda. Mirándo­me con dos agujas, pasando las noches en vela con los ojos abier­tos al lado mío y llenando de malos suspiros mis almohadas.
YERMA.‑¡Cállate!
JUAN.‑Y yo no puedo más. Por­que se necesita ser de bronce para ver a tu lado una mujer que te quiere meter los dedos dentro del corazón y que se sale de noche fuera de su casa, ¿en busca de qué? ¡Dime!, ¿buscando qué? Las calles están llenas de machos. En las calles no hay flores que cortar.
YERMA.‑No te dejo hablar ni una sola palabra..Ni una más. Te fi­guras tú y tu gente que sois vos­otros los únicos que guardáis hon­ra, y no sabes que mi casta no ha tenido nunca nada que ocultar. Anda. Acércate a mí y huele mis vestidos: ¡acércate! A ver dónde encuentras un olor que no sea tu­yo, que no sea de tu cuerpo. Me pones desnuda en mitad de la pla­za y me escupes. Haz conmigo lo que quieras, que soy tu mujer, pero guárdate de poner nombre de varón sobre mis pechos.
JUAN.‑No soy yo quien lo pone, lo pones tú con tu conducta y el pueblo lo empieza a decir. Lo empieza a decir claramente. Cuan­do llego a un corro, todos callan; cuando voy a pesar la harina, to­dos callan y hasta de noche, en el campo, cuando despierto me parece que también se callan las ramas de los árboles.
YERMA.‑Yo no sé por qué em­piezan los malos aires que revuel­can al trigo; ¡y mira tú si el trigo es bueno!
JUAN.‑Ni yo sé lo que busca una mujer a todas horas fuera de su tejado.
YERMA.‑(En un arranque y abra­zándose a su marido.) Te busco a ti Te busco a ti, es a ti a quien busco día y noche sin encontrar sombra donde respirar. Es tu san­gre y tu amparo lo que deseo.
JUAN.‑Apártate.
YERMA.‑No me apartes y quiere conmigo.
JUAN.‑ ¡Quita!
YERMA.‑Mira que me quedo so­la. Como si la luna se buscara ella misma por el cielo. ¡Mírame!
(Lo mira. )
JUAN.‑(La mira y la aparta brusca­mente.) ¡Déjame ya de una vez!
DOLORES.‑¡Juan! ( YERMA Cae al suelo.)
YERMA.‑(Alto.) Cuando salía por mis claveles me tropecé con el muro. ¡Ay! ¡Ay! Es en ese muro donde tengo que estrellar mi ca­beza.
JUAN.‑Calla. Vamos.
DOLORES.‑¡Dios mío!
YERMA. ‑ (A gritos.) Maldito sea mi padre que me dejó su sangre de padre de cien hijos. Maldi­ta sea mi sangre que los busca golpeando por las paredes.
JUAN.‑¡Calla he dicho!
DOLORES. ‑ ¡Viene gente! Habla bajo.
YERMA.‑No me importa. Dejarme libre siquiera la voz, ahora que voy entrando en lo más oscuro del pozo. (Se levanta.) Dejar que de mi cuerpo salga siquiera esta cosa hermosa y que llene el aire.

(Se oyen votes.)

DOLORES.‑Van a pasar por aquí.
JUAN.‑Silencio.
YERMA.‑¡Eso! ¡Eso! Silencio. Des­cuida.
JUAN.‑Vamos. ¡Pronto!
YERMA.-Ya está! ¡Ya está! ¡Y es inútil que me retuerza las manos! Una cosa es querer con la cabe­za...
JUAN.‑Calls.
YERMA.‑(Bajo.) Una cosa es que­rer con la cabeza y otra cosa es que el cuerpo, ¡maldito sea el cuerpo!, no nos responda. Está escrito y no me voy a poner a luchar a brazo partido con los ma­res. ¡Ya está! ¡Que mi boca se quede muda! (Sale.)

TELÓN RAPIDO


CUADRO SEGUNDO

(Alrededores de una ermita, en plena montaña. En primer término, unas ruedas de carro y unas mantas formando una tienda rústica donde está YERMA. Entran las mujeres con ofrendas a la ermita. Vienen descalzas. En escena está la vieja alegre del primer acto.)

(Canto a telón corrido.)

No te pude ver
cuando eras soltera,
mas de casada
te encontraré.
Te desnudaré
casada y romera,
cuando en lo oscuro
las dote den.

VIEJA.‑(Con sorna.) ¿Habéis be­bido ya el aqua santa?
MUJER 1ª‑Sí.
VIEJA.‑Y ahora a ver a ése.
MUJER 1ª‑Creemos en él.
VIEJA.‑Venís a pedir hijos al San­to y resulta que cada año vienen más hombres solos a esta rome­ría; ¿qué es lo que pasa? (Ríe.)
MUJER 1ª‑¿A qué vienes aquí si no crees?
VIEJA.‑ A ver. Yo me vuelvo loca por ver. Y a cuidar de mi hia. El año pasado se mataron dos por una casada seca y quiero vigilar. Y en último caso, vengo porque me da la gana.
MUJER 1ª‑¡Que Dios te perdone! (Entran.)
VIEJA.‑(Con .sarcasmo.) Que te perdone a ti. (Se va. Entra MARÍA con la MUCHACHA 1ª)
MUCHACHA 1ª-‑¿Y ha venido?
MARÍA.‑Ahí tienes el carro. Me costó mucho que vinieran. Ella ha estado un mes sin levantarse de la silla. Le tengo miedo. Tie­ne una idea que no sé cuál es, pero desde luego es una idea mala.
MUCHACHA 1ª‑Yo llegué con mi hermana. Lleva ocho años vinien­do sin resultado.
MARÍA.‑Tiene hijos la que los tie­ne que tener.
MUCHACHA lª‑Es lo que yo digo.
(Se oyen voces.)
MARÍA.‑Nunca me gustó esta ro­mería. Vamos a las eras, que es donde está la gente.
MUCHACHA 1ª‑ El año pásado, cuando se hizo oscuro, unos mo­zos atenazaron con sus manos los pechos de mi hermana.
MARÍA.‑En cuatro leguas a la re­donda no se oyen más que pala­bras terribles.
MUCHACHA 1ª‑ Más de cuarenta toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita.
MARÍA.=Un río de hombres solos baja esas sierras.

(Salen. Se oyen votes. Entra YER­MA con seis mujeres que van a la iglesia. Van descalzas y llevan cirios rizados. Empieza el anochecer.)

MARÍA.-
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombre.

MUJER 2ª-
Sobre su carne marchita
florezca la rosa amarilla.

MARÍA.-
Y en el vientre de tus siervas
la llama oscura de la tierra.

CORO DE MUJERES.‑
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra.

(Se arrodillan.)

YERMA.‑
E1 cielo tiene jardines
con rosales de alegría,
entre rosal y rosal
la rosa de maravilla.
Rayo de aurora parece,
y un arcángel la vigila,
las alas como tormentas,
los ojos como agonías.
Alrededor de sus hojas
arroyos de leche tibia
juegan y mojan la cara
de las estrellas tranquilas.
Señor, abre tu rosal
sobre mi carne marchita.

(Se levantan.)

MUJER 2ª-
Señor, calma con tu mano
las ascuas de su mejilla.

YERMA.‑
Escucha a la penitente
de tu santa romería.
Abre tu rosa en mi carne
aunque tenga mil espinas.

CORO.-
.­Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra.

YERMA.‑
Sobre mi carne marchita
la rosa de maravilla.

(Entran.)

(Salen muchachas corriendo, con largas cintas en las manos, por la izquierda. Por la derecha, otras tres mirando hacia atrás. Hay en la esce­na como un crescendo de voces y de ruidos de cascabeles y colleras de campanilleros. En un plano su­perior aparecen las siete muchachas que agitan las cintas hacia la iz­guierda. Crece el ruido y entran dos máscaras populares. Una como macho y otra como hembra. Llevan grandes caretas. El macho empuña un cuerno de toro en la mano. No son grotescas de ningún modo, sino de gran belleza y con un sentido de pura tierra. La hembra agita un collar de grandes cascabeles. El fon­do se Ilena de gente que grita y co­menta la danza. Está muy anocheci­do. )

NIÑOS.‑¡El demonio y su mujer! ¡El demonio y su mujer!

HEMBRA.‑
En el río de la sierra
la esposa triste se bañaba.
Por el cuerpo le subían
los caracoles del agua.
La arena de las orillas
y el afire de la mañana
le daban fuego a su risa
y temblor a sus espaldas.
¡Ay, qué desnuda estaba
la doncella en el agua!

NIÑO.‑
¡Ay, cómo se quejaba!
HOMBRE 1°.‑
¡Ay, marchita de amores
con el viento y el agua!

HOMBRE 2°‑
¡Que diga a quién espera!

HOMBRE 1°.‑
iQue diga a quién aguarda!

HOMBRE 2°‑
¡Ay, con el vientre seco
y la color quebrada!

HEMBRA.‑
Cuando llegue la noche lo diré,
cuando llegue la noche clara.
Cuando llegue la noche de la romería
rasgaré los volantes de mi enagua.

NIÑO.­-
Y en seguida vino la noche.
¡Ay, que la noche llegaba!
Mirad qué oscuro se pone
el chorro de la montaña.

(Empiezan a sonar unas guita­rras.)

MACHO.‑(Se levanta y agita el cuerno.)
¡Ay, qué blanca
la triste casada!
¡Ay, cómo se queja entre las ramas!
Amapola y clavel será luego
cuando el macho despliegue su capa.

(Se acerca.)

Si tú vienes a la romería
a pedir que to vientre se abra,
no te pongas un velo de luto
sino dulce camisa de holanda.
Vete sola detrás de los muros
donde están las higueras cerradas
y soporta mi cuerpo de tierra
hasta el blanco gemido del alba.
¡Ay, cómo relumbra!
¡Ay, cómo relumbra,
ay, cómo se cimbrea la casada!

H EMBRA.‑
Ay, que el amor le pone
coronas y guirnaldas,
y dardos de oro vivo
en su pecho se clavan.

MACHO.‑
Siete veces gemía,
nueve se levantaba,
quince veces juntaron
jazmines con naranjas.

HOMBRE 3°‑
¡Dale ya con el cuerno!

HOMBRE 2°.‑
¡Con la rosa y la danza!

HOMBRE 1°‑
¡Ay, cómo se cimbrea la casada!
MACHO.‑
En esta romería
el varón siempre manda.
Los maridos son toros.
El varón siempre manda.
¡Dale ya con la rama!
Y las romeras flores
para aquel que las gana.

NIÑO.‑
¡Dale ya con el aire!

HOMBRE 2°‑
¡Dale ya con la rama!

MACHO.-
Venid a ver la lumbre
de la que se bañaba!

HOMBRE 1°.‑
Como junco se curva.

HEMBRA.‑
Y como flor se cansa.

HOMBRES.-
¡Que se aparten Las niñas!

MACHO.­-
Que se queme la danza
y el cuerpo reluciente
de la linda casada.

(Se van bailando con son de palmas y sonrisas. Cantan.)

E1 cielo tiene jardines
con rosales de alegría,
entre rosal y rosal
la rosa de maravilla.

(Vuelven a pasar dos muchachas gritando. Entra la VIEJA alegre.)

VIEJA.‑A ver si luego nos dejáis dormir. Pero luego será ella. (En­tra YERMA. ) ¡Tú! (YERMA está abatida y no habla.) Dime, ¿pa­ra qué has venido?
YERMA.‑No sé.
VIEJA.‑¿No te convences? ¿Y tu esposo? ( YERMA da muestras de cansancio y de persona a la que una idea fija le quiebra la cabe­za.)
YERMA.‑Ahí está.
VIEJA. ¿Qué hace?
YERMA. ‑ Bebe. (Pausa. Llevándo­se Las manos a la frente.) ¡Ay!
VIEJA.‑¡Ay, ay! Menos ¡ay! Y más alma. Antes no he podido decirte nada, pero ahora sí.
YERMA.‑¡Y qué me vas a decir que ya no sepal
VIE JA.‑Lo que ya no se puede ca­llar. Lo que está puesto encima del tejado. La culpa es de to marido. ¿Lo oyes? Me dejaría cortar las manos. Ni su padre, ni su abuelo, ni su bisabuelo, se porta­ron como hombres de casta. Para tener un hijo ha sido necesario que se junte el cielo con la tie­rra. Están hechos con saliva. En cambio, tu gente no. Tienes her­manos y primos a cien leguas a la redonda. Mira qué maldición ha venido a caer sobre to hermo­sura.
YERMA.‑Una maldición. Un charco de veneno sobre las espigas.
VIEJA.‑Pero tú tienes pies para marcharte de tu casa.
YERMA. ¿Para marcharme?
VIEJA.‑Cuando te vi en la rome­ría me dio un vuelco el corazón. Aquí vienen las mujeres a co­nocer hombres nuevos. Y el San­to hace el milagro. Mi hijo está sentado detrás de la ermita espe­rándote. Mi casa necesita una mu­jer. Vete con él y viviremos los tres juntos. Mi hijo sí es de san­gre. Como yo. Si entras en mi casa todavía queda olor de tunas. La ceniza de tu colcha se te vol­verá pan y sal para las crías. Anda. No te importe la gente. Y en cuanto a tu marido, hay en mi casa entrañas y herramientas para que no cruce siquiera la calle.
YERMA. ‑¡Calla, calla, si no es eso! Nunca lo haría. Yo no puedo ir a buscar. ¿Te figuras que puedo conocer otró hombre? ¿Dóndé pones mi honra? El agua no se puede volver atrás ni la luna lle­na sale al mediodía. Vete. Por el camino que voy, seguiré. ¿Has pensado en serio que yo me pue­da doblar a otro hombre? ¿Qué yo vaya a pedirle lo que es mío como una esclava? Conóceme, para que nunca me hables más. Yo no busco.
VIGJA. ‑ Cnando se tiene sed, se agradece el agua.
YERMA.‑Yo soy como un campo seco donde caben arando mil pa­res de bueyes y lo que tú me das es un pequeño vaso de agua de pozo. Lo mío es dolor que ya no está en las carnes.
VIEJA.‑(Fuerte.) Pues sigue así. Por tu gusto es. Como los car­dos del secano, pinchosa, mar­chita.
YERMA. ‑ (Fuerte.) ¡Marchita, sí, ya lo sé! ¡Marchita! No es pre­ciso que me lo refriegues por la boca. No vengas a solazarte co­mo los niños pequeños en la agonía de un animalito. Desde que me casé estoy dándole vuel­tas a esta palabra, pero es la pri­mers vez que la oigo, la primers vez que me la dicen en la cara. La primer vez que veo que es verdad.
VIEIA.‑No me das ninguna lásti­ma, ninguna. Yo buscaré otra mu­jer para mi hijo.

(Se va. Se oye un gran coro le­jano cantando por los romeros. YERMA se dirige hacia el carro y aparece detrás del mismo su marido.)

YERMA.‑¿Estabas ahí?
JUAN.‑Estaba.
YERMA. ¿Acechando?
JUAN.‑Acechando.
YERMA. ¿Y has oído?
JUAN.‑Sí.
YERMA. ¿Y qué? Déjame y vete a los cantos. (Se sienta en las mantas.)
JUAN.‑También es hora de que yo hable.
YERMA.‑¡Habla!
JUAN.‑Y que me queje.
YERMA. ¿Con qué motivos?
JUAN‑Que tengo el amargor en la garganta.
YERMA.‑Y yo en los huesos.
JUAN.‑Ha llegado el último mi­nuto de resistir este continuo la­mento por cosas oscuras, fuera de la vida, por cosas que están en el sire.
YERMA. ‑ (Con asombro dramáti­co.) ¿Fuera de la vida, dices? ¿En el sire, dices?
JUAN.‑Por cosas que no han pa­sado y ni tú ni yo dirigimos.
YERMA. ‑ (Violenta.) ¡Sigue! ¡Si­gue!
JUAN.‑Por cosas que a mí no me importan. ¿Lo oyes? Que a mí no me importan. Ya es necesa­rio que te lo diga. A mí me im­porta lo que tengo entre las ma­nos. Lo que veo por mis ojos.
YERMA.‑(Incorporándose de rodi­llas, desesperada.) Así, así. Eso es lo que yo quería oír de tus labios. No se siente la verdad cuando está dentro de una misma, pero ¡qué grande y cómo grita cuando se pone fuera y levanta los brazos! ¡No te importa! ¡Ya lo he oído.
JUAN.‑(Acercandose.) Piensa que tenía que pasar así. Óyeme. (La abraza para incorporarla.) Mu­chas mujeres serían felices de lle­var tu vida. Sin hijos es la vida más dulce. Yo soy felíz no te­niéndolos. No tenemos culpa nin­guna.
YERMA.‑¿Y qué buscabas en mí?
JUAN.‑A ti misma.
YERMA.‑(Excitada.) ¡Eso! Busca­bas la casa, la tranquilidad y una mujer. Pero nada más. ¿Es verdad lo que digo?
JUAN.‑Es verdad. Como todos.
YERMA. ¿Y lo demás? ¿Y tu hijo?
JUAN.‑(Fuerte.) ¿No oyes que no me importa? ¡No me preguntes más! ¡Que te lo tengo que gri­tar al oído para que to sepas, a ver si de una vez vives ya tran­quila!
YERMA. ¿Y nunca has pensado en él cuando me has visto desearlo?
JUAN.‑Nunca.
(Están los dos en el suelo.)
YERMA.‑¿Y no podré esperarlo?
JUAN.‑No.
YERMA.‑¿Ni tú?
JUAN.‑Ni yo tampoco. ¡Resígnate!
YERMA.‑¡Marchita!
JUAN.‑Y a vivir en paz. Uno y otro, con suavidad, con agrado. ¡Abrázame! (La ábraza.)
YERMA. ¿Qué buscas?
JUAN.‑A ti to busco. Con la luna estás hermosa.
YERMA.‑Me buscas como cuando te quieres comer una paloma.
JUAN.‑Bésame . . . , así.
YERMA.‑Eso nunca, nunca. ( YER­MA da un grito y aprieta la gar­ganta de su esposo. Éste cae hacia atrás. Le apriéta la garganta hasta matarle. Empieza el coro de la ro­mería.) Marchita. Marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cier­to. Y sola. (Se levanta. Empieza a llegar gente.) Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he mata­do a mi hijo, ¡yo misma he mata­do a mi hijo! (Acude un grupo que queda al fondo. Se oye el co­ro de la romería.)

TELÓN

FIN DE
“YERMA”

No hay comentarios: